domingo, 4 de septiembre de 2011

Preparación de una obra teatral







1. Selección de una obra dramática que se pueda montar: Como en términos generales, los alumnos carecen del conocimiento profundo de teatro y no han actuado anteriormente, conviene seleccionar una obra sin mayores complicaciones de montaje, preferible corta o si la obra es extensa de estructura tradicional montar una parte de ella. Esto en relación con el tiempo que se dispone para el montaje de la obra, fin último del trabajo que se va a realizar. La selección debe ser conversada con los alumnos y ver los pros y contras de las obras factibles a representar.

2. Lectura general de la obra y comentario: Valoración de la obra. Una vez leída la obra en conjunto se hará hincapié en los valores que conlleva el texto, de su sentido de las ideas transmitidas y de sus elementos más significativos.
Ubicación espacio-temporal de la obra. La obra debe ser representativa de una época determinada, visualizada a través de lenguaje del texto y de las ideas implícitas en él.
Análisis interno de la obra. Análisis general del conflicto y de la acción dramático. El predominio de una de estas instancias configura un drama de acción, de personaje o de espacio.

3. Lectura dramatizada: Se lee el texto preocupándose ahora de ir dándole un mayor sentido a las diversas situaciones dramáticas. Guiados por el profesor los alumnos elegirán los personajes, cuyo trabajo de profundización y estudio debe empezar a realizarse.

4. Distribución de responsabilidades en el montaje: El profesor tiene que explicar que el montaje de una obra implica un trabajo de carácter colectivo, en el cual todos los alumnos tendrán diferentes responsabilidades, todas de igual importancia. Consideraremos:

Director: Aunque el profesor asumirá, en última instancia, la dirección de la obra, habrá un director ayudante quien colaborará con el director en la visualización del montaje. Es fundamental un esquema de dirección, un establecer desde el inicio del montaje la ubicación de los personajes, sus entradas y salidas, las correcciones de sus movimientos, todo dentro de la mayor libertad creativa asignada a los personajes-actores.
Actores: Son quienes finalmente tienen la responsabilidad del éxito de la obra. Por eso, la elección de los personajes debe efectuarse en la forma más idónea posible, considerando condiciones, responsabilidad, capacidad de trabajo. Repitamos que no hay papel chico: todos tienen igual importancia en el contexto general de la obra
Escenógrafo: Se preocupará de las diversas decoraciones del escenario, lo que da lugar a que lea la obra y busque todos los signos emitidos por el dramaturgo en el texto. Es preferible que se busque una escenografía simple, sin complicaciones pero que ayude a la comprensión de la obra por parte del público.
Encargado de la parte musical: Puede que la obra exija una determinada melodía o no la elija. En todo caso, la música que se utilice debe tener relación con el sentido de la obra. Se preocupará de que el sonido se proyecte en las instancias convenidas.

domingo, 6 de marzo de 2011

El fantasma de Canterville (capitulo 2)








La tempestad se desencadenó durante toda la noche, pero no produjo nada extraordinario.

Al día siguiente, por la mañana, cuando bajaron a almorzar, encontraron de nuevo la terrible mancha sobre el entarimado.

-No creo que tenga la culpa el «limpiador sin rival» -dijo Washington-, pues lo he ensayado sobre toda clase de manchas. Debe de ser cosa del fantasma.

En consecuencia, borró la mancha, después de frotar un poco.

Al otro día, por la mañana, había reaparecido.

Y, sin embargo, la biblioteca permanecía cerrada la noche anterior, llevándose arriba la llave mistress Otis.

Desde entonces, la familia empezó a interesarse por aquello.

Míster Otis se hallaba a punto de creer que había estado demasiado dogmático negando la existencia de los fantasmas.

Mstress Otis expresó su intención de afiliarse a la Sociedad Psíquica, y Washington preparó una larga carta a míster Myers y Podmone, basada en la persistencia de las manchas de sangre cuando provienen de un crimen.

Aquella noche disipó todas las dudas sobre la existencia objetiva de los fantasmas.

La familia había aprovechado la frescura de la tarde para dar un paseo en coche.

Regresaron a las nueve, tomando una ligera cena.

La conversación no recayó ni un momento sobre los fantasmas, de manera que faltaban hasta las condiciones más elementales de «espera» y de «receptibilidad»

que preceden tan a menudo a los fenómenos psíquicos.

Los asuntos que discutieron, por lo que luego he sabido por mistress Otis, fueron simplemente los habituales en la conversación de los americanos cultos que pertenecen a las clases elevadas, como, por ejemplo, la inmensa superioridad de miss Janny Davenport sobre Sarah Bernhardt, como actriz; la dificultad para encontrar maíz verde, galletas de trigo sarraceno, aun en las mejores casas inglesas; la importancia de Boston en el desenvolvimiento del alma universal; las ventajas del sistema que consiste en anotar los equipajes de los viajeros, y la dulzura del acento neoyorquino, comparado con el dejo de Londres.

No se trató para nada de lo sobrenatural, no se hizo ni la menor alusión indirecta a sir Simón de Canterville.

A las once, la familia se retiró. A las doce y media estaban apagadas todas las luces.

Poco después, míster Otis se despertó con un ruido singular en el corredor, fuera de su habitación. Parecía un ruido de hierros viejos, y se acercaba cada vez más.

Se levantó en el acto, encendió la luz y miró la hora.

Era la una en punto.

Míster Otis estaba perfectamente tranquilo. Se tomó el pulso y no lo encontró nada alterado.

El ruido extraño continuaba, al mismo tiempo que se oía claramente el sonar de unos pasos.

Míster Otis se puso las zapatillas, tomó un frasquito alargado de su tocador y abrió la puerta.

Y vio frente a él, en el pálido claro de luna, a un viejo de aspecto terrible.

Sus ojos parecían carbones encendidos. Una larga cabellera gris caía en mechones revueltos sobre sus hombros. Sus ropas, de corte anticuado, estaban manchadas y en jirones. De sus muñecas y de sus tobillos colgaban unas pesadas cadenas y unos grilletes herrumbrosos.

-Mi distinguido señor -dijo míster Otis-, permítame que le ruegue vivamente que se engrase esas cadenas. Le he traído para ello una botella del engrasador

"Tammany-Sol-Levante". Dicen que una sola untura es eficacísima, y en la etiqueta hay varios certificados de nuestros teólogos más ilustres, que dan fe de ello. Voy a dejársela aquí, al lado de las mecedoras, y tendré un verdadero placer en proporcionarle más, si así lo desea.

Dicho lo cual el ministro de los Estados Unidos dejó el frasquito sobre una mesa de mármol, cerró la puerta y se volvió a meter en la cama.

El fantasma de Canterville permaneció algunos minutos inmóvil de indignación.

Después, tiró, lleno de rabia, el frasquito contra el suelo encerado y huyó por el corredor, lanzando gruñidos cavernosos y despidiendo una extraña luz verde.

Sin embargo, cuando llegaba a la gran escalera de roble, se abrió de repente una puerta. Aparecieron dos siluetas infantiles, vestidas de blanco, y una voluminosa almohada le rozó la cabeza.

Evidentemente, no había tiempo que perder; así es que, utilizando como medio de fuga la cuarta dimensión del espacio, se desvaneció a través del estuco, y la casa recobró su tranquilidad.

Llegado a un cuartito secreto del ala izquierda, se adosó a un rayo de luna para tomar aliento, y se puso a reflexionar para darse cuenta de su situación.

Jamás en toda su brillante carrera, que duraba ya trescientos años seguidos, fue injuriado tan groseramente.

Se acordó de la duquesa viuda, en quien provocó una crisis de terror, estando mirándose al espejo, cubierta de brillantes y de encajes; de las cuatro doncellas a quienes había enloquecido, produciéndoles convulsiones histéricas, sólo con hacerlas visajes entre las cortinas de una de las habitaciones destinadas a invitados; del rector de la parroquia, cuya vela apagó de un soplo cuando volvía el buen señor de la biblioteca a una hora avanzada, y que desde entonces se convirtió en mártir de toda clase de alteraciones nerviosas; de la vieja señora de Tremouillac, que, al despertarse a medianoche, le vio sentado en un sillón, al lado de la lumbre, en forma de esqueleto, entretenido en leer el diario que redactaba ella de su vida, y que de resultas de la impresión tuvo que guardar cama durante seis meses, víctima de un ataque cerebral. Una vez curada se reconcilió con la iglesia y rompió toda clase de relaciones con el señalado escéptico monsieur de Voltaire.

Recordó igualmente la noche terrible en que el bribón de lord Canterville fue hallado agonizante en su tocador, con una sota de espadas hundida en la garganta, viéndose obligado a confesar que por medio de aquella carta había timado la suma de diez mil libras a Carlos Fos, en casa de Grookford. Y juraba que aquella carta se la hizo tragar el fantasma.

Todas sus grandes hazañas le volvían a la mente.

Vio desfilar al mayordomo que se levantó la tapa de los sesos por haber visto

una mano verde tamborilear sobre los cristales, y la bella lady Steefield, condenada a llevar alrededor del cuello un collar de terciopelo negro para tapar la señal de cinco dedos, impresos como un hierro candente sobre su blanca piel, y que terminó por ahogarse en el vivero que había al extremo de la Avenida Real.

Y, lleno del entusiasmo ególatra del verdadero artista, pasó revista a sus creaciones más célebres.

Se dedicó una amarga sonrisa al evocar su última aparición en el papel de «Rubén el Rojo», o «el rorro estrangulado», su "debut" en el «Gibeén, el Vampiro flaco del páramo de Bevley», y el furor que causó una tarde encantadora de junio sólo con jugar a los bolos con sus propios huesos sobre el campo de hierba de "lawn-tennis".

¿Y todo para qué? ¡Para que unos miserables americanos le ofreciesen el engrasador marca "Sol-Levante" y le tirasen almohadas a la cabeza! Era realmente intolerable.

Además, la historia nos enseña que jamás fue tratado ningún fantasma de aquella manera.

Llegó a la conclusión de que era preciso tomarse la revancha, y permaneció hasta el amanecer en actitud de profunda meditación.


lUEGO DE REALIZAR LA LECTURA RESPONDE: ¿QUÉ TIPO DE NARRADOR ES QUIEN CUENTA LA HISTORIA?..¿PORQUE?

domingo, 6 de febrero de 2011

El fantasma de canterville


El fantasma de Canterville de Oscar Wilde
I



Cuando míster Hiram B. Otis , el ministro de América, compró Canterville-Chase,
todo el mundo le dijo que cometía una gran necedad, porque la finca estaba
embrujada.
Hasta el mismo lord Canterville, como hombre de la más escrupulosa honradez, se
creyó en el deber de participárselo a míster Otis, cuando llegaron a discutir las
condiciones.
-Nosotros mismos -dijo lord Canterville- nos hemos resistido en absoluto a vivir en
ese sitio desde la época en que mi tía abuela, la duquesa de Bolton, tuvo un desmayo,
del que nunca se repuso por completo, motivado por el espanto que experimentó al
sentir que dos manos de esqueleto se posaban sobre sus hombros, estando vistiéndose
para cenar. Me creo en el deber de decirle, míster Otis, que el fantasma ha sido visto
por varios miembros de mi familia, que viven actualmente, así como por el rector de
la parroquia, el reverendo Augusto Dampier, agregado del King's College, de Oxford.
Después del trágico accidente ocurrido a la duquesa, ninguna de las doncellas quiso
quedarse en casa, y lady Canterville no pudo ya conciliar el sueño, a causa de los
ruidos misteriosos que llegaban del corredor y de la biblioteca.
-Milord -respondió el ministro-, adquiriré el inmueble y el fantasma, bajo inventario.
Llego de un país moderno, en el que podemos tener todo cuanto el dinero es capaz de
proporcionar, y esos mozos nuestros, jóvenes y avispados, que recorren de parte a
parte el viejo continente, que se llevan los mejores actores de ustedes, y sus mejores
"prima donnas", estoy seguro de que si queda todavía un verdadero fantasma en
Europa vendrán a buscarlo enseguida para colocarlo en uno de nuestros museos
públicos o para pasearle por los caminos como un fenómeno.
-El fantasma existe, me lo temo -dijo lord Canterville, sonriendo-, aunque quizá se
resiste a las ofertas de los intrépidos empresarios de ustedes. Hace más de tres siglos
que se le conoce. Data, con precisión, de mil quinientos setenta y cuatro, y no deja de
mostrarse nunca cuando está a punto de ocurrir alguna defunción en la familia.
-¡Bah! Los médicos de cabecera hacen lo mismo, lord Canterville. Amigo mío, un
fantasma no puede existir, y no creo que las leyes de la Naturaleza admitan
excepciones en favor de la aristocracia inglesa.
-Realmente son ustedes muy naturales en América -dijo lord Canterville, que no
acababa de comprender la última observación de míster Otis-. Ahora bien: si le gusta
a usted tener un fantasma en casa, mejor que mejor. Acuérdese únicamente de que yo
le previne.
Algunas semanas después se cerró el trato, y a fines de estación el ministro y su
familia emprendieron el viaje a Canterville.
Mistres Otis, que con el nombre de miss Lucrecia R. Tappan, de la calle West, 52,
había sido una ilustre «beldad» de Nueva York, era todavía una mujer guapísima, de
edad regular, con unos ojos hermosos y un perfil soberbio.
Muchas damas americanas, cuando abandonan su país natal, adoptan aires de
persona atacada de una enfermedad crónica, y se figuran que eso es uno de los sellos
de distinción de Europa; pero mistress Otis no cayó nunca en ese error.
Tenía una naturaleza magnífica y una abundancia extraordinaria de vitalidad.
A decir verdad, era completamente inglesa bajo muchos aspectos, y hubiese podido
citársela en buena lid para sostener la tesis de que lo tenemos todo en común con
América hoy día, excepto la lengua, como es de suponer.
Su hijo mayor, bautizado con el nombre de Washington por sus padres, en un
momento de patriotismo que él no cesaba de lamentar, era un muchacho rubio, de
bastante buena figura, que se había erigido en candidato a la diplomacia, dirigiendo
un cotillón en el casino de Newport durante tres temporadas seguidas, y aun en
Londres pasaba por ser bailarín excepcional.
Sus únicas debilidades eran las gardenias y la patria; aparte de esto, era
perfectamente sensato.
Miss Virginia E. Otis era una muchachita de quince años, esbelta y graciosa como un
cervatillo, con un bonito aire de despreocupación en sus grandes ojos azules.
Era una amazona maravillosa, y sobre su "poney" derrotó una vez en carreras al
viejo lord Bilton, dando dos veces la vuelta al parque, ganándole por caballo y medio,
precisamente frente a la estatua de Aquiles, lo cual provocó un entusiasmo tan
delirante en el joven duque de Cheshire, que la propuso acto continuo el matrimonio,
y sus tutores tuvieron que expedirle aquella misma noche a Elton, bañado en
lágrimas.
Después de Virginia venían dos gemelos, conocidos de ordinario con el nombre de
Estrellas y Bandas, porque se les encontraba siempre ostentándolas.
Eran unos niños encantadores, y, con el ministro, los únicos verdaderos republicanos
de la familia.
Como Canterville-Chase está a siete millas de Ascot, la estación más próxima,
míster Otis telegrafió que fueran a buscarle en coche descubierto, y emprendieron la
marcha en medio de la mayor alegría. Era una noche encantadora de julio, en que el
aire estaba aromado de olor a pinos.
De cuando en cuando oíase a una paloma arrullándose con su voz más dulce, o
entreveíase, entre la maraña y el fru-fru de los helechos, la pechuga de oro bruñido de
algún faisán.
Ligeras ardillas los espiaban desde lo alto de las hayas a su paso; unos conejos
corrían como exhalaciones a través de los matorrales o sobre los collados herbosos,
levantando su rabo blanco.
Sin embargo, no bien entraron en la avenida de Canterville-Chase, el cielo se cubrió
repentinamente de nubes. Un extraño silencio pareció invadir toda la atmósfera, una
gran bandada de cornejas cruzó calladamente por encima de sus cabezas, y antes de
que llegasen a la casa ya habían caído algunas gotas.
En los escalones se hallaba para recibirles una vieja, pulcramente vestida de seda
negra, con cofia y delantal blancos.
Era mistress Umney, el ama de gobierno que mistress Otis, a vivos requerimientos
de lady Canterville, accedió a conservar en su puesto.
Hizo una profunda reverencia a la familia cuando echaron pie a tierra, y dijo, con un
singular acento de los buenos tiempos antiguos:
-Les doy la bienvenida a Canterville-Chase.
La siguieron, atravesando un hermoso hall, de estilo Túdor, hasta la biblioteca, largo
salón espacioso que terminaba en un ancho ventanal acristalado.
Estaba preparado el té.
Luego, una vez que se quitaron los trajes de viaje, sentáronse todos y se pusieron a
cureosear en torno suyo, mientras mistress Umney iba de un lado para el otro.
De pronto, la mirada de mistress Otis cayó sobre una mancha de un rojo oscuro que
había sobre el pavimento, precisamente al lado de la chimenea y, sin darse cuenta de
sus palabras, dijo a mistress Umney:
-Veo que han vertido algo en ese sitio.
-Sí, señora -contestó mistress Umney en voz baja-. Ahí se ha vertido sangre.
-¡Es espantoso! -exclamó mistress Otis-. No quiero manchas de sangre en un salón.
Es preciso quitar eso inmediatamente.
La vieja sonrió, y con la misma voz baja y misteriosa, respondió:
-Es sangre de lady Leonor de Canterville, que fue muerta en ese mismo sitio por su
propio marido, sir Simón de Canterville, en mil quinientos sesenta y cinco.
Sir Simón la sobrevivió nueve años, desapareciendo de repente en circunstancias
misteriosísimas. Su cuerpo no se encontró nunca, pero su alma culpable sigue
embrujando la casa. La mancha de sangre ha sido muy admirada por los turistas y por
otras personas, pero quitarla, imposible.
-Todo eso son tonterías -exclamó Washington Otis-. El producto «quitamanchas», el
limpiador incomparable del «campeón Pinkerton» hará desaparecer eso en un abrir y
cerrar de ojos.
Y antes de que el ama de gobierno, aterrada, pudiera intervenir, ya se había
arrodillado y frotaba vivamente el entarimado con una barrita de una sustancia
parecida al cosmético negro.
A los pocos instantes la mancha había desaparecido sin dejar rastro.
-Ya sabía yo que el "Pinkerton" la borraría -exclamó en tono triunfal, paseando una
mirada circular sobre su familia, llena de admiración.
Pero apenas había pronunciado esas palabras, cuando un relámpago formidable
iluminó la estancia sombría, y el retumbar del trueno levantó a todos, menos a
mistress Umney, que se desmayó.
-¡Qué clima más atroz! -dijo tranquilamente el ministro, encendiendo un largo
veguero-. Creo que el país de los abuelos está tan lleno de gente, que no hay buen
tiempo bastante para todo el mundo. Siempre opiné que lo mejor que pueden hacer
los ingleses es emigrar.
-Querido Hiram -replicó mistress Otis-, ¿qué podemos hacer con una mujer que se
desmaya?
-Descontaremos eso de su salario en caja. Así no se volverá a desmayar.
En efecto, mistress Umney no tardó en volver en sí. Sin embargo, veíase que estaba
conmovida hondamente, y con voz solemne advirtió a mistress Otis que debía
esperarse algún disgusto en la casa.
-Señores, he visto con mis propios ojos algunas cosas... que pondrían los pelos de
punta a cualquier cristiano. Y durante noches y noches no he podido pegar los ojos a
causa de los hechos terribles que pasaban.
A pesar de lo cual, míster Otis y su esposa aseguraron vivamente a la buena mujer
que no tenían miedo ninguno de los fantasmas.
La vieja ama de llaves, después de haber impetrado la bendición de la Providencia
sobre sus nuevos amos y de arreglárselas para que le aumentasen el salario, se retiró a su habitación renqueando.