domingo, 6 de febrero de 2011

El fantasma de canterville


El fantasma de Canterville de Oscar Wilde
I



Cuando míster Hiram B. Otis , el ministro de América, compró Canterville-Chase,
todo el mundo le dijo que cometía una gran necedad, porque la finca estaba
embrujada.
Hasta el mismo lord Canterville, como hombre de la más escrupulosa honradez, se
creyó en el deber de participárselo a míster Otis, cuando llegaron a discutir las
condiciones.
-Nosotros mismos -dijo lord Canterville- nos hemos resistido en absoluto a vivir en
ese sitio desde la época en que mi tía abuela, la duquesa de Bolton, tuvo un desmayo,
del que nunca se repuso por completo, motivado por el espanto que experimentó al
sentir que dos manos de esqueleto se posaban sobre sus hombros, estando vistiéndose
para cenar. Me creo en el deber de decirle, míster Otis, que el fantasma ha sido visto
por varios miembros de mi familia, que viven actualmente, así como por el rector de
la parroquia, el reverendo Augusto Dampier, agregado del King's College, de Oxford.
Después del trágico accidente ocurrido a la duquesa, ninguna de las doncellas quiso
quedarse en casa, y lady Canterville no pudo ya conciliar el sueño, a causa de los
ruidos misteriosos que llegaban del corredor y de la biblioteca.
-Milord -respondió el ministro-, adquiriré el inmueble y el fantasma, bajo inventario.
Llego de un país moderno, en el que podemos tener todo cuanto el dinero es capaz de
proporcionar, y esos mozos nuestros, jóvenes y avispados, que recorren de parte a
parte el viejo continente, que se llevan los mejores actores de ustedes, y sus mejores
"prima donnas", estoy seguro de que si queda todavía un verdadero fantasma en
Europa vendrán a buscarlo enseguida para colocarlo en uno de nuestros museos
públicos o para pasearle por los caminos como un fenómeno.
-El fantasma existe, me lo temo -dijo lord Canterville, sonriendo-, aunque quizá se
resiste a las ofertas de los intrépidos empresarios de ustedes. Hace más de tres siglos
que se le conoce. Data, con precisión, de mil quinientos setenta y cuatro, y no deja de
mostrarse nunca cuando está a punto de ocurrir alguna defunción en la familia.
-¡Bah! Los médicos de cabecera hacen lo mismo, lord Canterville. Amigo mío, un
fantasma no puede existir, y no creo que las leyes de la Naturaleza admitan
excepciones en favor de la aristocracia inglesa.
-Realmente son ustedes muy naturales en América -dijo lord Canterville, que no
acababa de comprender la última observación de míster Otis-. Ahora bien: si le gusta
a usted tener un fantasma en casa, mejor que mejor. Acuérdese únicamente de que yo
le previne.
Algunas semanas después se cerró el trato, y a fines de estación el ministro y su
familia emprendieron el viaje a Canterville.
Mistres Otis, que con el nombre de miss Lucrecia R. Tappan, de la calle West, 52,
había sido una ilustre «beldad» de Nueva York, era todavía una mujer guapísima, de
edad regular, con unos ojos hermosos y un perfil soberbio.
Muchas damas americanas, cuando abandonan su país natal, adoptan aires de
persona atacada de una enfermedad crónica, y se figuran que eso es uno de los sellos
de distinción de Europa; pero mistress Otis no cayó nunca en ese error.
Tenía una naturaleza magnífica y una abundancia extraordinaria de vitalidad.
A decir verdad, era completamente inglesa bajo muchos aspectos, y hubiese podido
citársela en buena lid para sostener la tesis de que lo tenemos todo en común con
América hoy día, excepto la lengua, como es de suponer.
Su hijo mayor, bautizado con el nombre de Washington por sus padres, en un
momento de patriotismo que él no cesaba de lamentar, era un muchacho rubio, de
bastante buena figura, que se había erigido en candidato a la diplomacia, dirigiendo
un cotillón en el casino de Newport durante tres temporadas seguidas, y aun en
Londres pasaba por ser bailarín excepcional.
Sus únicas debilidades eran las gardenias y la patria; aparte de esto, era
perfectamente sensato.
Miss Virginia E. Otis era una muchachita de quince años, esbelta y graciosa como un
cervatillo, con un bonito aire de despreocupación en sus grandes ojos azules.
Era una amazona maravillosa, y sobre su "poney" derrotó una vez en carreras al
viejo lord Bilton, dando dos veces la vuelta al parque, ganándole por caballo y medio,
precisamente frente a la estatua de Aquiles, lo cual provocó un entusiasmo tan
delirante en el joven duque de Cheshire, que la propuso acto continuo el matrimonio,
y sus tutores tuvieron que expedirle aquella misma noche a Elton, bañado en
lágrimas.
Después de Virginia venían dos gemelos, conocidos de ordinario con el nombre de
Estrellas y Bandas, porque se les encontraba siempre ostentándolas.
Eran unos niños encantadores, y, con el ministro, los únicos verdaderos republicanos
de la familia.
Como Canterville-Chase está a siete millas de Ascot, la estación más próxima,
míster Otis telegrafió que fueran a buscarle en coche descubierto, y emprendieron la
marcha en medio de la mayor alegría. Era una noche encantadora de julio, en que el
aire estaba aromado de olor a pinos.
De cuando en cuando oíase a una paloma arrullándose con su voz más dulce, o
entreveíase, entre la maraña y el fru-fru de los helechos, la pechuga de oro bruñido de
algún faisán.
Ligeras ardillas los espiaban desde lo alto de las hayas a su paso; unos conejos
corrían como exhalaciones a través de los matorrales o sobre los collados herbosos,
levantando su rabo blanco.
Sin embargo, no bien entraron en la avenida de Canterville-Chase, el cielo se cubrió
repentinamente de nubes. Un extraño silencio pareció invadir toda la atmósfera, una
gran bandada de cornejas cruzó calladamente por encima de sus cabezas, y antes de
que llegasen a la casa ya habían caído algunas gotas.
En los escalones se hallaba para recibirles una vieja, pulcramente vestida de seda
negra, con cofia y delantal blancos.
Era mistress Umney, el ama de gobierno que mistress Otis, a vivos requerimientos
de lady Canterville, accedió a conservar en su puesto.
Hizo una profunda reverencia a la familia cuando echaron pie a tierra, y dijo, con un
singular acento de los buenos tiempos antiguos:
-Les doy la bienvenida a Canterville-Chase.
La siguieron, atravesando un hermoso hall, de estilo Túdor, hasta la biblioteca, largo
salón espacioso que terminaba en un ancho ventanal acristalado.
Estaba preparado el té.
Luego, una vez que se quitaron los trajes de viaje, sentáronse todos y se pusieron a
cureosear en torno suyo, mientras mistress Umney iba de un lado para el otro.
De pronto, la mirada de mistress Otis cayó sobre una mancha de un rojo oscuro que
había sobre el pavimento, precisamente al lado de la chimenea y, sin darse cuenta de
sus palabras, dijo a mistress Umney:
-Veo que han vertido algo en ese sitio.
-Sí, señora -contestó mistress Umney en voz baja-. Ahí se ha vertido sangre.
-¡Es espantoso! -exclamó mistress Otis-. No quiero manchas de sangre en un salón.
Es preciso quitar eso inmediatamente.
La vieja sonrió, y con la misma voz baja y misteriosa, respondió:
-Es sangre de lady Leonor de Canterville, que fue muerta en ese mismo sitio por su
propio marido, sir Simón de Canterville, en mil quinientos sesenta y cinco.
Sir Simón la sobrevivió nueve años, desapareciendo de repente en circunstancias
misteriosísimas. Su cuerpo no se encontró nunca, pero su alma culpable sigue
embrujando la casa. La mancha de sangre ha sido muy admirada por los turistas y por
otras personas, pero quitarla, imposible.
-Todo eso son tonterías -exclamó Washington Otis-. El producto «quitamanchas», el
limpiador incomparable del «campeón Pinkerton» hará desaparecer eso en un abrir y
cerrar de ojos.
Y antes de que el ama de gobierno, aterrada, pudiera intervenir, ya se había
arrodillado y frotaba vivamente el entarimado con una barrita de una sustancia
parecida al cosmético negro.
A los pocos instantes la mancha había desaparecido sin dejar rastro.
-Ya sabía yo que el "Pinkerton" la borraría -exclamó en tono triunfal, paseando una
mirada circular sobre su familia, llena de admiración.
Pero apenas había pronunciado esas palabras, cuando un relámpago formidable
iluminó la estancia sombría, y el retumbar del trueno levantó a todos, menos a
mistress Umney, que se desmayó.
-¡Qué clima más atroz! -dijo tranquilamente el ministro, encendiendo un largo
veguero-. Creo que el país de los abuelos está tan lleno de gente, que no hay buen
tiempo bastante para todo el mundo. Siempre opiné que lo mejor que pueden hacer
los ingleses es emigrar.
-Querido Hiram -replicó mistress Otis-, ¿qué podemos hacer con una mujer que se
desmaya?
-Descontaremos eso de su salario en caja. Así no se volverá a desmayar.
En efecto, mistress Umney no tardó en volver en sí. Sin embargo, veíase que estaba
conmovida hondamente, y con voz solemne advirtió a mistress Otis que debía
esperarse algún disgusto en la casa.
-Señores, he visto con mis propios ojos algunas cosas... que pondrían los pelos de
punta a cualquier cristiano. Y durante noches y noches no he podido pegar los ojos a
causa de los hechos terribles que pasaban.
A pesar de lo cual, míster Otis y su esposa aseguraron vivamente a la buena mujer
que no tenían miedo ninguno de los fantasmas.
La vieja ama de llaves, después de haber impetrado la bendición de la Providencia
sobre sus nuevos amos y de arreglárselas para que le aumentasen el salario, se retiró a su habitación renqueando.